Roxana Crisólogo Correa
Me veo escribiendo frente a una ventana que no da a la calle de mi barrio polvoriento en el sur de Lima. Una ventana por la que tampoco se filtra el chillido de los muchachos que juegan fútbol, ni las quejas colorinches de los periódicos hablándonos desde una boca amordazada o desde el cuerpo semidesnudo de una mujer.
Cuando me veo en el otro extremo del planeta, el rostro que se refleja en la ventana no ha recibido sol real en casi 2 meses. Me acomodo del lado de la lámpara que el vendedor aseguró brilla como si el mismísimo sol acabara de salir. El frío está en la mente, me repito, esta mañana que se asemeja al fondo oscuro de una botella y que me veo obligada a abrir.
El frío está en la mente pero también en el corazón de algunas miradas con las que me cruzo por distracción en el Metro esta mañana que hundo en mi plato de yogurt y cuchareo buscándole una ruta distinta a la fruta seca que flota sobre la densa masa de leche que es este país.
2
Y me veo alejándome del centro de la ciudad como si fuera un barco internándome en el recto del bosque. La expresión muda de los árboles me dirá más que el adolescente que ya lleva 10 minutos sentado frente a mí. Tiene medio rostro cubierto y la mirada fija en un punto del vacío que días como hoy me gustaría llamar por algún nombre. Se me atora en la garganta una imagen: muchachos viajando dentro de sí mismos antes de tomar la decisión de coger un fusil y dispararle a sus compañeros de clase.
Vuelvo al ruso familiar y cálido de cada estación, a hundirme en la desmedida soledad de la nieve. El silencio es blanco, la ropa de la gente que viaja a la velocidad de la luz en el Metro, negra.
El bosque se repite como una vieja película, sin argumento y sin horizonte. Tomo un diario para integrarme a la introspección de los que al parecer viajan sin percatarse que los demás hacen lo mismo. Quisiera describir lo que no veo pero me falta color. Un par de gitanas robustas murmurándose algo en el oído, dos muchachas comparando el filo pálido de sus uñas postizas.
Dentro de poco mi cuerpo desnudo despedirá sus aromas originales. Tenderé esta falta de luz sobre las maderas de la sauna. El clímax del calor me obligará a salir corriendo de la habitación y revolcarme en la nieve. Por unos momentos me sentiré como la radiante hija del bosque. Digo adiós a los monstruosos centros comerciales, a los spa, a las filiales de Nokia, a los pinos.
3
Hakaniemen tori. Buscaré el sol, me reuniré con los de siempre, me reconoceré en los desempleados que del café no pasan. Aquí estoy de nuevo, explicándome desde las manos, intentado retratar en pocas palabras la naturaleza de un desierto que por ratos siento que solo yo sé de su existencia. Un largo y pobre desierto de lado del mar. Las olas llevan y traen la ausencia del color, hermosas aves y a veces basura. Una ciudad de espaldas a los Andes que en palabras de estos jubilados solitarios suena como un Macondo irreal y maravilloso. Pero la luz ni mi finés me dan para explicar tanto enredo, semejante mezcolanza, el menjunje de sentimientos distancias y guerras fratricidas que es el Perú.
Helsinki se transforma en una ciudad de cristal sobre la cual patino, quebradiza, frágil. Helsinki limpia como la sala de un hospital, dama incorruptible y con la frente en alto, se me hace agua en la boca. Me despido de los viejos muchachos que amenizaron las tardes ardientes del Sindicato del metal, ellos escriben sus memorias, yo estoy a medio camino de un viaje que aún no sé si ya ha terminado. El día vuelve a ser un muchacho que lleva pasamontañas y se ajusta la cabellera en su larga gabardina de cuero. Esquivo a estos odiosos carritos que recogen la nieve, descubren los lados más miserables de las aceras, en su lugar siembran piedrecitas para evitar que los ancianos y despistadas como yo resbalen. La ciudad queda en borrador. Algunos de los grafitis que dejé en mi ciudad deberían de tener una pared aquí.
Escribo lo que el silencio tatúa en mi mente, escribo sobre lo que el heavy metal de la radio del vecino, que nunca le veré la cara, deja flotando en el aire. Reconozco los golpes de pared de la anciana que no soporta el ruido que hacemos dos sudamericanas al andar y reír. Me interno en su bosque como en un tracto digestivo que evita degustar los sabores más ácidos.
Me interno en el bosque sin usar zapatos de bosque. Recojo fresas sin usar repelente para ahuyentar mosquitos. Atravieso la nieve en tacones con la esperanza de ir muy lejos. El bosque es y seguirá siendo un misterio para mí. A veces me imagino recolectando hongos en un mar de abedules sedientos de lluvia. Otras veces recolecto bayas con un grupo de muchachas estonias que no confundirían como yo una fruta venenosa con una comestible. Pero todo esto es una ficción, porque nunca recogí hongos ni mucho menos me atreví a recolectar bayas. Mi resistencia levantó sus paredes en la ciudad.
Aun el paisaje me parece parte de una corriente misteriosa de siluetas y formas de árboles que no se han movido de su sitio en años. Aprendí a hablar del verano con ilusión. La misma ilusión con la que ahora me abandono a la voluptuosidad de las olas de Lima, al ansia de los colores que en versos de Edith Södergran es el de la sangre.
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Esta nota fue publicada con el permiso del autor.